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martes, 5 de julio de 2011

LA HISTORIA DE LA SANTA CRUZ DE MOTUPE

En el departamento de Lambayeque existe una de las tradiciones más arraigadas en tres los pobladores de esta zona del Perú. Siendo el distrito de Motupe el pueblo que mas venera al santo madero según las costumbre de los fieles devotos

Entre el año 1860 y 1865 recorrió estos parajes, un religioso de la Orden de los Franciscanos. Suscitándose confusión y polémica hoy en día sobre su identidad, puesto que si para casi la mayoría se trato del Padre Guatemala, otros con mayor sentido histórico, sustentan la tesis que fue “Fray Juan Abad”. Nosotros siguiendo al destacado escritor Carlos del Castillo Niño, sostenemos también que el citado Fraile fue ni más ni menos que Fray Juan Abad, apoyándonos en el acierto histórico de que para esa época el Padre José Ramón Rojas (conocido como el Padre Guatemala) ya había entregado su espíritu a Dios.

El Fraile llevaba una vida contemplativa y de penitencia y había sentado sus reales en las escabrosidades del cerro “Chalpón” lugar del que en algunas ocasiones bajaba para visitar las poblaciones de Olmos, Motupe y se trasladaba a las serranías de Penachí. Cuando llegaba a algunos pueblos este santo varón realizaba piadosas labores, diciendo Misa, bautizando y predicando el Evangelio.

Una costumbre que tenía el Reverendo Padre era el de trasladarse todos los sábados a Motupe a practicar la piedad mariana del Santo Rosario, lo que hacía con gran fe y devoción, acompañado de muchos fieles. Pasado el tiempo, el fraile desapareció sin dejar huella y solo algunos años después se pudo saber, que al internarse en las sierras norteñas fue víctima de la “uta”, picadura de insecto propio de la serranía y no habiendo podido curar el mal, muy grave, se trasladó a Lima, donde entregó su alma a Dios el 13 de Diciembre de 1866.

En una publicación de la revista Franciscana del Perú con fecha Lima, X – 1953 encontramos un dato histórico y milagroso que ocurrió al segundo día de los funerales del santo padre Juan Abad; Se encontró el cadáver sobre su propia sepultura. Habiéndose repetido el caso por dos veces consecutivas, al intervenir la alta autoridad eclesiástica de entonces, ante el misterio producido, después del ritual de ordenanza y ante el cadáver así exhumado, e intacto, pronunció las siguientes palabras:


“¿En nombre de Dios, te pido que me digas quien eres?” – Ni bien había efectuado la anterior pregunta, cuando el cadáver del misterioso fraile, ante el asombro general, adquirió coloración en el rostro, y con voz dulce y profunda repuso:

“Soy el padre ermitaño Juan Abad”.

Estático, emocionado, a la par que asombrado, el religioso oficiante del ritual, así como todos los presentes a este prodigio, cayeron de hinojos, elevando sus oraciones a Dios.
El “Padre Santo” o Fray Juan Abad, "El Ermitaño”, había probado su santidad al mundo de los vivos e ingreso al mundo de los muertos, definitivamente, para dormir el sueño eterno, de los justos y elegidos de Dios.

Fray Juan Abad


LA SANTÍSIMA CRUZ DE MOTUPE


Al igual que el Padre Franciscano "Fray Guatemala", Fray Juan Abad, tuvo la gran maestría y arte del más fino ebanista, y en sus prolongados retiros de este mundanal ruido, se dedicó a tallar preciosamente, de la madera de Guayacán (árbol que crece en la zona), según manifestó de las personas de extrema confianza de él, tres cruces, habiendo dejado una en el cerro Chalpón; otra en el cerro Rajado y la última en el de Penachí, recomendando que a su muerte las buscaran hasta encontrarlas y las hicieran objeto de veneración declarándolas protectora del lugar.

Trascurría apaciblemente el año del Señor de 1860 cuando de la noche a la mañana, hizo su aparición en el pueblo de Motupe un Ermitaño, como habitante del enmarañado conjunto de peñas, algunas muy altas y elevadas que constituyen el coloso centinela del despoblado norte del departamento de Lambayeque, bautizado con el nombre del “Cerro Chalpón” a inmediaciones de la progresista villa, (hoy ciudad) anteriormente citada.

En la soledad de estos breñales y en la quietud sólo interrumpida por el ulular de algún animal salvaje o el raro silbido de los pájaros silvestres permaneció el ermitaño, rindiendo culto a la naturaleza, entregado a sus prácticas religiosas y austera penitencia, como cuando en cansadas y largas caminatas, visitaba los pueblos de Motupe y Olmos, poblados más próximos a su solitaria y escondida “posada”, en el pueblo se le veía rara vez caminando por las calles polvorientas, siempre apresurado y solitario, ignorándose donde y como vivía y cuáles eran sus diarias ocupaciones..

Contando con el silencio de las horas y sin preocuparse del mundo y sus maldades, con la ayuda incapaz de su rudimentaria herramienta, el ermitaño talló con sus habilísimas manos, manos divinas, toscas pero maestras, una cruz de madera, con el palo incorruptible a la acción del tiempo y las edades, del árbol comúnmente conocido como “Guayacán” considerando el tamaño de la cruz, proporcionalmente grande, es de imaginar al piadoso e improvisado artífice solitario, imaginarse la manera de confeccionarla sin las herramientas propias de oficio.

El Ermitaño terminó la cruz y la colocó en el interior de la cueva, donde él vivía en penitencia y oración. Transcurrían las horas, los días, las semanas, los meses, ante ella, oración por oración; rezo por rezo en forma interminable, santificaba su alma, con el humano afán de alcanzar la paz eterna junto a Jesús.

No contento con estas prácticas religiosas, viajaba continuamente a pie a través de un enmarañado camino que solo él conocía, para llegar a Motupe y otras, esporádicamente a Olmos, para rezar el Santo Rosario con los habitantes de aquellos lugares y para proveerse de víveres, repartir limosnas, ayudar a los indigentes, dar sanos y morales consejos, consolar a los afligidos y hasta curar enfermos y desaparecería como por encanto, cuando menos se lo esperaba.

La veneración y respeto a que se hizo acreedor fue tal que nadie dudaba que era un santo y al efecto, todos los habitantes de Motupe lo conocían o conocéroslo por el “Padre Santo”, debido a que la mayoría de ellos, casi en su totalidad, ignoraban su real y verdadero nombre, este que hasta hoy confunden, propios y extraños al lugar con el de José Ramón Rojas, religioso franciscano, muy conocido y recordado como “El Padre Guatemala”.

El laborioso y andariego ermitaño, de cerro en cerro y de monte en monte, apareció alguna vez en la sierra de Penachí, lugar que aunque distante, pertenece a la jurisdicción de Salas, en el cerro Yanahuanca se dedicó también a trabajar otra cruz, con el mismo palo de Guayacán, la que según noticias colocó en una cueva aun más escabrosa e inaccesible, la misma que también es venerada con mucha devoción por muchos hermanos cristianos.

Existe una historia oral que se transmite de generación en generación de que en el cerro Rajado también hay una cruz, pero que se encuentra en el centro de una laguna.

Narran las crónicas de Motupe que el ermitaño Juan Abad en más de una ocasión y sin que lo buscaran solía llegar al duelo (velatorio), casi siempre cuando el peso de la noche se hacía más sensible, dejando consuelo a la familia, rezaban unas oraciones y luego desaparecía como había venido. Casi al final de su existencia llegó a tener amistad con el entonces octogenario motupano Francisco Martínez a quien conto por menores de su existencia dedicada a prácticas religiosas y austeras penitencia para alcanzar la gracia divina.

Después de seis años el ermitaño dio cuenta a varias personas que en el cerro Chalpón había tallado una cruz que la dejaba en una gruta, mucho recomendó que cuando se ausentara, la buscaran y fuera objeto de gran devoción, pues la Cruz es la protectora de Motupe. Algunos años después se supo que el ermitaño Juán Abad al internarse en las sierras norteñas, fue víctima de la Uta de la serranía, no habiendo podido curar del mal. Muy grave y gracias a personas piadosas de esos lugares se trasladó a Lima donde entregó su alma a Dios el 13 de Octubre de 1866.


HALLAZGO DEL SAGRADO MADERO

"Cruz de Motupe"

Ya desfallecían y abandonaban la entonces infructuosa tarea cuando don José Mercedes Anteparra de 22 años de edad tuvo la dicha y felicidad de encontrar a la Santísima Cruz del cerro Chalpón. Anteparra relataba que él tenía mucha esperanza al tratar de buscar la Cruz en el cerro de Chalpón, pero que habiendo empleado 3 o 4 días, desde las seis de la mañana a las seis de la tarde, cansado de caminar por las peñas, las ropas destrozadas por los espinos, cardos y gigantones que crecen exuberantes por estos lugares y las manos estropeadas por el continuo trepar entre las filudas piedras, que resolvió descansar. Eran, decía, más o menos las 5 de la tarde de aquel feliz día, cuando resuelto a regresar a su hogar y tratando de descender se disponía a abandonar por ese día la búsqueda, cuando al detener su cansada mirada hacia lo alto del cerro, inaccesible por su situación perpendicular, ingentemente liza o inclemente, alcanzó a ver, entre las peñas más altas, una pequeña estaca o cerco de palos, como si la hubieran construido adrede.

Ante esta visión sintiéndose emocionado, su corazón latió de alegría inusitada y a pesar de lo avanzado de la hora, ya que de continuar allí le obligaría a llegar de noche al poblado, encamino sus pasos al lugar, buscando por donde subir, sin encontrar de primera intención un encaminamiento a propósito, dada la desnudez de las rocas próximas, perpendiculares y lisas.

Con ansiedad creciente, subyugado, casi fascinado, trepaba con la mirada fija en la empalizada, que por momentos aparecía y desaparecía, con peligro inminente de despeñarse; él lo llamaba milagro de su fe, pues ya imaginaba el hueco en la roca, aunque lo ocultaban los palos superpuestos. Al fin pudo apoderarse de algunos bejucos, que cual enredadera crecen espontáneamente entre los intersticios de las peñas y sirviéndose de ellos, tras esfuerzos desesperados empezó a subir, ayudándose con la más insignificantes salientes y rugosidades que las rocas presentan hasta conseguir su objetivo.

Los cansados ojos del anciano se iluminaban al recuerdo, cuando contaba como llego por primera vez a la Cueva Santa y encontró a la Cruz colocada, tal y conforme la dejara el Padre Juan. “Este fue el instante más feliz de mi vida“decía, “me quedé extasiado contemplando el Madero divino: los músculos de todo mi cuerpo dejaron de obedecerme; mis ojos salían de sus orbitas; en mi garganta sentía un nudo que me impedía gritar de alegría… y lloré, largo rato, hasta que sintiéndome resbalar, dada la posición incómoda en que me encontraba me hizo volver a la realidad y al dominio de mis facultades…”

“Avancé cuidadosamente, como deseando no despertar el sueño del ser extraño y misterioso que habitaba, sin su presencia en el recinto, y postrándome de rodillas recé la oración que acudió a mi mente, de primera intención, credo inspirado solo por mi cerebro, en estos momentos ardiendo como un volcán…”

“Sentía algo sobrenatural que no atinaba a comprender, hasta que al fin, pude rendir veneración a la imagen; de buena gana hubiera gritado de felicidad; pero sólo como estaba, en el paraje, nadie me hubiera oído, no cabe duda que la locura hizo presa de mi en ese instante..."

"Ya más sereno y seguro de mi situación, en la imposibilidad de poder bajar solo la cruz, por lo abrupto y difícil que se presentaba el peñasco, opté por reconocer bien el lugar, grabándolo en mi memoria para no olvidarlo; inicié el descenso, no sin antes ir dejando señales con ramas y palos que a mi paso encontraba, haciendo lo mismo abajo, con piedras, para que me indicaran el camino, con toda seguridad”

“Era entrada la noche cuando llegué al pueblo, mi semblante y todo mi ser rebosaba felicidad, después de la merienda, celoso de mi secreto, me retiré a descansar, dormir, me sentía poseído por la inmensa alegría y mayor ansiedad. Muy de madrugada llamé a la puerta de dos amigos a quienes conté lo ocurrido, pidiéndoles que me acompañaran a bajar la Cruz; éstos no fueron capaces de guardar el secreto y antes de salir en mi compañía lo comunicaron a sus familiares, los que una vez enterados, dieron la noticia en el pueblo, pues cuando menos lo pensé era ya un gentío inmenso el que tras de nosotros seguía nuestros pasos entusiasmados por la nueva”

“Al pasar por Salitral, que por entonces solo contaba con tres pequeñas chocitas de pastores, estos también siguieron nuestro camino”.

“Así fue pues como cuando nosotros bajábamos con todo cuidado y respetuosa unción, en nuestros brazos a la Santísima Cruz por primera vez, encontramos a una inmensa multitud de gentes que nos esperaban en lo que ahora es el Guayaquil, el Zapote, Salitral y más tarde en la entrada del pueblo; Cuando nos divisaron con la Cruz a cuestas, la gente lloraba de alegría”

“A Motupe entramos en procesión dirigiéndonos a la iglesia en donde se hizo la primera Misa con gran júbilo de los pobladores por tal feliz hallazgo que es hoy la felicidad del pueblo.”
En todo momento la felicidad y el gozo de los fieles es única despues de haber visitado la cruz milagrosa.

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